Collage & Poesía por Eli Ramponi

Un cuento: Los domadores de moscas

Podés leer este cuento, también en mi blog de Médium: Link al texto


Los domadores de moscas


Cuando llegaban a la escuela, lo sabíamos inmediatamente: el tiempo corría más despacio, se enrarecía, como una ola que tomaba fuerza a lo lejos hasta llegar al centro del patio.

 Nosotros dejábamos lo que estábamos haciendo y mirábamos fijo hacia la puerta de entrada, sólo eso podíamos hacer.

No eran más de cinco, contra los ojos de toda la Escuela n°1, pero nunca volví a encontrar hombres de nueve años, más seguros de sí mismos. Del último botón de sus guardapolvos, flameaban como banderitas frenéticas, moscas atadas por un hilito de una de sus patas, queriendo huir por el aire.

A veces, las portaban como quien lleva un paraguas, el hilo enroscado en el dedo, la mosca desesperada tensionándolo para liberarse.


¿Cómo lo hacían? Nadie sabía.


Tenían lo que ninguno del resto podía lograr. Y por eso su entrada era como presenciar un desfile de maravillas, podría suceder cualquier cosa, moscas domesticadas volando sobre sus cabezas, saltos al aire desde el primer piso, palabras que nunca habíamos oído, los cinco eran como magos, capaces de domesticar alimañas y caminar como sin nada sucediera y nos dejaban sin palabras y muertos de envidia.

Inútilmente dediqué tardes persiguiendo a las moscas de mi casa, mi máxima hazaña fue lograr que alguna llegara viva dentro de un frasco al día siguiente, para ostentar mi habilidad incomparable de cazador, en los recreos.


No fui el único.

Hubo un momento en que nos encontramos varios, puedo asegurar que todos los del “A” ahí estábamos, en un rincón del patio, con nuestros frascos llenos de moscas agonizantes, mientras ellos bajaban del colectivo naranja, ondeando sus banderitas vivientes, ya casi inalcanzables para nosotros.

La contemplación duraba a lo sumo los minutos que tardábamos en entrar al aula. Los del grupo A subíamos a los salones del primer piso, mientras que ellos, los del B, se quedaban en las aulas de abajo. Y desde ahí casi automáticamente se escuchaban los gritos de la maestra, Vaya a firmar Sánchez, tiren esas moscas a la basura y Silencio por favor.

Nuestra maestra, la señorita Gloria siempre hacía caras raras cuando escuchaba los gritos que venían de la planta baja y nos decía: - Por eso ustedes, los buenos, están acá.

A mí la verdad, me parecía que los buenos, eran ellos. Además, ya les dije, eran hombres de pocos años. Eso me parecía increíble. A la mayoría yo les llevaba medio cuerpo y un par de años más, pero les tenía respeto y a veces, no siempre, pero a veces pedía ir al baño apenas entrábamos al aula, y los veía salir del aula del B, yendo a Dirección, dejando la nada que traían, sin chistar. No lloraban ni tenían miedo de enfrentar a la directora, a cualquier se le podía aflojar el pantalón de sólo pensarlo, pero ellos iban haciendo chistes entre ellos, sacando pecho y derecho adonde tenían que ir.


Sánchez, el más grande de ellos, “Los de la Colonia”, había repetido cuarto grando tres veces y si no fuera por los pantalones que le quedaban cortos con su altura, hubiera pasado por un maestro tranquilamente.

Nadie quería meterse con ellos, pero con Sánchez menos.

Yo había cruzado un par de palabras con él, mientras lo veía tallar una madera con una hojita de afeitar, me parecía increíble la habilidad de sus manos y había llegado a arrimar un: “Te felicito” al que Sánchez como señor que era a sus doce años, había respondido con un: “Gracias pibe”

 

Cuando llegó el campeonato de payana, los grupos se dividieron en los del A y los del B, este último es donde competían los “Domadores de moscas” haciendo destrezas aéreas con payanas de mármol, daditos que parecían de azúcar blanco, perfectos y tallados a mano.

Un salto, otro, un giro limpio para volver al mismo lugar, y las payanas se deslizaban como si fueran de miga de pan.


Fui el último que jugó mano a mano con Sánchez y admito que perdí por mucho. Estaba embobado pensando en esas piedritas blancas, en como tener algunas, donde podría mi mamá comprarlas.

Me acuerdo que terminó el partido cuando sonó la campana. Sánchez me vio de una forma que leí como lástima en ese entonces, y en vez de guardarse las payanas, me las puso en el bolsillo del saco, aplastando la última con un golpecito.

El resto, se rieron y cada cual se fue para su clase. Yo me quedé parado sin entender, pero con miedo de preguntarle.


             Al final de ese año, algunos de los “Domadores de moscas”, se habían ido. Nunca sabíamos dónde se iban y cuando preguntábamos nos decían que no sabían, que los de la Colonia tenían otra historia, que era otra vida. Esos días, del último diciembre antes de mudarme, Sanchez apareció con la vara de madera pulida y numerada como una regla. Había usado todos los ratos de cada recreo en eso.

Una vez más, me anime a decirle que un día quería llegar a hacer una igual, domar moscar y tallar payanas de mármol.

Su mirada me pareció otra vez de lástima y sólo dijo: - “Hice todo esto, porque el tiempo se hace largo. Ojalá nunca puedas”

 

Ahora, mientras escribo esto, tantos años después, sé que su mirada ya sabía, algo que yo descubriría mucho después sobre el tiempo, que ni él ni yo, podíamos hacerlo palabras en ése recreo.


ELIANA RAMPONI, abril de 2022 (Sobre una historia oída en la ciudad de Mercedes)


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